—What the fuck is that?!
El turista primerizo mira despavorido al chilango.
—Relax, man—éste responde, tras sobarse la barriga— It’s just the dude who sells sweet potatoes.
La CDMX es ruidosa, a su manera. Lo saben los apretados de Ecatepec y los estirados de Bosques. No es la única urbe con sonidos propios. En las ciudades musulmanas se escucha varias veces al día el llamado al rezo.
El equivalente chilango son las grabaciones que ululan desde camionetas y carritos. Lejos de ser invitaciones para someterse a la voluntad divina, lo son para comer tamales calientitos, o contribuir al gregarismo de los aparatos domésticos. Este mercadeo de segunda mano le causa una profunda tristeza a mi perra: al escuchar los lamentos de la Secompran, aúlla amargadamente, en competencia.
En el Centro estos dos personajes son acompañados por un coro griego de loops. Destacan la TortillasdeMasaAzul, el PlátanoTabasco, el Guayabas y, mi favorito, el Bisqueses.
Tras enumerar las virtudes de sus panes (”calientitos, recién elaborados, salidos del horno…“) y llamar a la acción (“acérquese, no se quede con las ganas”), el último se atreve a cuestionar el sacrosanto principio mercadotécnico del aval de un tercero: “Yo se los recomiendo” dice una y otra vez, en un acto de desdoblamiento más terrorífico que el de Dr Jekyll y Mr. Hyde.
¿Antojo de guayabas a la una de la mañana? ¡No busques más! El clamor de las piñas, las uvas, los aguacates, los plátanos y las quesadillas continua hasta las altas horas por estos rumbos.
Y luego, está el monstruoso graznido.
La primera vez que lo escuché pensé que era un borracho. Pero volvió a repetirse el día siguiente. Y al siguiente.
Me pregunté qué tipo de ser era capaz de emitir un sonido tan espeluznante hasta que, una noche mientras paseaba a la perra, me atravesó su onda sónica. Me asomé por encima de mi hombro para toparme con un señor de nariz chata, frente alargada y panza chelera que cotorreaba con la de las quesadillas.
Pensé que me había equivocado en mi búsqueda por El Origen. Pero de pronto una presión pareció acumularse en su esófago y subir estrepitósamente hasta su boca:
—¡SÍ HAAAAAY!
Mucho antes de que existieran los MBAs, los comerciantes de Tenochtitlán sabían que había que crear la necesidad en el mercado. “¿Qué hay?“ se pregunta el cliente en respuesta, y el despachador de antojos ya tiene la batalla ganada:
—¡SÍ HAY PAPALUCAAAAAAS!
Corrí hacia la casa para comunicarle a mis vecinos el descubrimiento El más añejo entre ellos encogió sus hombros y me dijo que el hombre-géiser es una institución. Durante la pandemia las calles estaban desérticas y él era el único que seguía ahí, gritando. “Bajamos a comprarle unas, por lástimas. Estaban húmedas, pero ricas.”
Desde entonces lo he visto empujando su carrito tras su cortina de humo frente a los bares de República de Cuba, Allende o Garibaldi. Todos lo reciben con gusto. Los mariachis sobre Eje Central lo imitan; también los narcomenudistas frente a la Comisión de Derechos Humanos; los drags del Marra y los niños de las vecindades. Él ni se inmuta. Se sabe leyenda.
Una noche sentí vértigo:
—¿Y El Papas?
Pasaron dos semanas y ni sus luces. Quizás había encontrado otro trabajo más redituable —¿de telecomunicador? ¿de vendedor de fayuca?— o había tenido COVID… ¡qué tragedia para esa voz! ¡Un talento operístico desperdiciado!
Despues de tres semanas, lo volvimos a escuchar. Entonces me percaté del hoyo que había dejado su ausencia temporal.
Un vecino periodista me dijo que lo debía de entrevistar. Interesarme por la persona ”de carne y hueso” tras la voz de chimenea.
Meses han pasado y no me he atrevido.
Mejor dejar algunos mitos sin tocar.