Un perro es un metrónomo que te obliga a emprender caminatas a intervalos desfasados de los demás. Pasear con correa a un ejemplar de esta especie es someterse a la merced de una naturaleza descaradamente impulsiva que frena de manera abrupta ante cualquier estímulo, ya sea para oler la orina de otro perro, o lanzarse con desesperación hacia una bolsa de papas, un pedazo de concha, o una pierna de pollo medio masticada.
Aunque hay bípedos que se compartan de la misma manera, la unidad humanocanina es más aceptada, al grado de que logra muchas veces pasar desapercibida. Regido por esa arritmia instintiva, el hombre-perro se pierde bajo los más vistosos ritmos citadinos como el contrabajo en el jazz.
Imposible resumir la orgía de olores que supone para estos cuadrúpedos recorrer el primer cuadro del Centro Histórico. Al hacerlo se encuentran con rastros de trozos de tacos al pastor, cerveza, helado, crema, pan, ratas, heces humanas y muchas delicias más. Para el componente erguido del conjunto, sin embargo, aquel exceso de estímulos es una fuente constante de estrés: uno tiene que estar muy vivo para adelantársele al perro y evitar que se le atraviese a otros peatones o se baje de las diminutas banquetas en su búsqueda por el aroma del momento.
Por eso, aunque está prohibido, la mejor opción para los siervos de canes que habitan en el Centro Histórico y respeten en cierta medida su salud mental es llevarlos a la Alameda. En aquel espacio público, creado antes de la invención del término, siguen convergiendo los representantes de todas las subculturas. No es ni por mucho el parque más grande, verde o bonito de la ciudad, pero sí, valga la redundancia, el más céntrico, y funciona— al igual que Union Square, en Nueva York— como un vortex en el que se encuentran y desde el cual salen proyectadas la infinidad de maneras de habitar la ciudad.
Lo irónico es que haya sido esa infinitud lo que haya motivado a los fetichistas de lo mexicano a documentar y caricaturizar la vida en la Alameda. Como sucede en el mural de Diego Rivera, incontables cronistas han concebido aquel espacio como un lienzo sobre el cual se fijan los estereotipos de “lo nuestro”. Sin embargo, lejos de atrapar con ello al unicornio mexicano, con cada intento de plasmar la vida pública de la Alameda estos Cocodrilos Dundee de la esencia nacional solo logran que el animal inventado se les escape una vez más.
Aun así, hay impresiones que surgen del uso cotidiano de aquel espacio. La primera, su vocación ilustrada: segmentada en partes iguales por calzadas diagonales y perpendiculares, la Alameda es el sueño mojado de Descartes. Y es sorprendente darse cuenta de que tanta racionalidad se haya construido — a diferencia de uno de sus primos más destacados, Shönbrunn— sobre el terreno fangoso de un lago extinto.
Al parecer el agua de aquel lago no tuvo más opción que salir a chorros por los cruces de estas calzadas. Y es que la Alameda es el único lugar que conozco en toda la Ciudad en donde funcionan todas las fuentes. En una ciudad que se está quedando sin el líquido, aquel uso para fines estéticos es una afronta para la conciencia cívica.
Eso es lo que solía pensar, pero gracias a mí metrónomo me he dado cuenta de la función que el agua desempeña en este espacio. El sonido aminora la cacofonía del tráfico y calma los nervios de visitantes y comerciantes abrumados; cuando el pavimento atrapa el calor del sol y genera un insoportable horno, las fuentes se vuelven en un parque de diversión acuática y refrescamiento para niños y adultos.
Pero inclusive hoy en día y a pesar de nuestra muy próxima vida de avatares en el metaverso, el uso más importante que se le da a estas fuentes es el mismo que hace siglos. He visto muchísimos valedores y personas en situaciones de calle que utilizan el agua que fluye de las muy bonitas estatuas para lavarse partes del cuerpo que los demás tenemos el lujo de lavar en privado. Lejos de ser elementos que contrasten con la intención original, la ropa limpia colgada para secarse sobre las bancas de concreto forma la esencia del lugar.
No hay nada más que le guste a Josefina que meterse a todo tipo de fuentes y sin embargo durante nuestros paseos por la Alameda ha mostrado poco interés por ellas. Quizás le asusten encontrarse con chorros de agua más impredecibles que ella.