La estructura fragmentaria del libro de los Pasajes parisinos de Walter Benjamin intenta recrear la experiencia de perderse dentro de una ciudad. Al igual que Rayuela, intenta hacer, de la urbe, un libro.
El vínculo entre la lectura y la vida urbana no es nuevo. La famosa República de las Letras era ante todo una Federación de Ciudades Lectoras: inclusive naturalistas empedernidos y aventureros como Humboldt encontraron, en las capitales europeas y latinoamericanas, a su público lector.
¿Pero existen, también, las ciudades de libros?
Si consideramos al Centro Histórico como una urbe de un millón de usuarios flotantes, entonces su densidad de palabras por kilómetro cuadrado (sin contar las producidas digitalmente) debe de ser astronómica. Aunque no uniforme: el libro, la primera mercancía producida en masa por la humanidad, se concentra en núcleos muy específicos que forman un cosmos singular dentro de Tenochtitlán.
La Biblioteca de México es el planeta principal: su onda gravitacional produce satélites callejeros de libros piratas en las calles aledañas. La fayuca impresa también se alinea perpendicularmente con la Vía Láctea de Donceles; en el Callejón de la Condesa, puestos bastardos compiten right now con sus hermanos legítimos del otro lado del muro, en la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería.
”¡Pásele pásele guerito! ¿Qué le ofrezco? ¿Un Poe? ¿un Borges? ¡Me acaba de llegar uno de Rosario Castellanos para chuparse los dedos!“
Nadie dice esto, nunca. A diferencia del comerciante de mochilas, cangureras, lentes y un larguísimo etcétera, el de libros tiene la particularidad de hacerlo en silencio. Y, al igual que en el mercado de antigüedades de la Lagunilla, los ejemplares viejos a veces se cotizan mejor. No es el lugar para comprarlos, sino en la calle Donceles; entrar a una de sus librerías de viejo, con sus laberínticos pasillos y sus idiosincráticas categorías (“Política de Aguascalientes” “Magia y Misticismo”, ”Agronomía”, “Capitalismo”, o algo así…) es sumergirse en un contradictorio y oscuro subconsciente que daría para muchas tesis de arqueología psicoanalítica.
(Foto de Ignacio Adbiol)
En estas librerías uno encuentra todo tipo de rarezas, aunque también chatarras que merecen la hoguera. No se espante. No soy un reaccionario. La práctica de quema de libros está vigente en pleno siglo XXI. Solo que, según Irene Vallejo, ya no es el dominio de los gobiernos totalitarios, sino de las editoriales, a las que se les hace más barato incinerar ejemplares no vendidos que pagar los altos costos de las bodegas.
Antes de quemarlos, dichas editoriales cacarean sus nuevos huevos en librerías como el Fondo de Cultura Económica, el Sótano, Porrúa y Gandhi, todas con representación en el Centro. La franquicia del activista hindú tiene, al igual que Starbucks, dos establecimientos en menos de tres cuadras, una en el centro comercial peatonal de Ignacio Madero. En esa calzada se venden playeras, calzones y calcetines de marca.
Pero no se prestan. No se lleva uno la prenda de prueba, la devuelve toda cochina, y vuelve a sacar otra, ad infinitum. Eso es precisamente lo que se hace en la Biblioteca Vasconcelos, en la del Centro Cultural España, la del Museo Franz Mayer…. Sus libros salen de paseo, se suben a metros y metrobuses, peseros, camiones, tranvías, bicicletas y carros, y regresan bien manoseados. Sus trayectos froman órbitas de palabras alrededor del Centro.
A veces los libros se movilizan. Cual sindicato de (___fill in the blank___) toman el Zócalo, el Palacio de Minería, y hasta forman un plantón junto a Bellas Artes. Este campamento semi-permanente cambia de nombre según la época del año. Cuando es temporada de revocación de mandatos, por ejemplo, los libros se ordenan bajo el nombre de Brigadas para Leer en Libertad, y le aseguran al presidente desconsolado que aguante, que no está solo.
Politizados o no, la difusión centralizada del conocimiento forma parte de una larga tradición que se remonta a la fundación de la primera imprenta de América Latina en Tenochtitlán.
Aun así, los lectores en esta zona escasean.
Uno compensa la falta. De pelo largo y nariz chata, durante la cuarentena lo veía todos los días sentado sin moverse en una banca en la Alameda, clavando la vista en el libro sobre su regazo con la intensidad de un rabino ultraortodoxo, solo que sin su gracia. Nunca se reía. Nunca alzaba los ojos. No pude acercarme lo suficiente para leer los títulos de sus libros, pero por su pinta supuse que eran apéndices o comentarios de Las venas abiertas de América Latina.
Cuando re-abrieron las bibliotecas, desapareció en una de las muchas que hay en el centro. No sentí su falta hasta que, meses después, me volví a topar con él. De brazos cruzados y cara pujante, parecía sufrir intensamente su lectura sentado frente a la mesita blanca, en uno de los patios de la Biblioteca de México.
Cuyo alias, según sus carteles, es “La Ciudad de los Libros”.
Siempre pensaba que el tema del libro y Tenochtitlan era un tema embarazado para un ensayo, un libro, una serie de experiencias. Bravo blues por saltar y empezar la exploración. ¡Mas por favor!
Fantástico blues!! Ya esperando el siguiente... 👍🏻