Todas las mudanzas se parecen, cada una es traumática a su manera. Pero el trauma es doble cuando uno se muda al violento origen de aquel adefesio que algunos llaman la “identidad nacional”.
Solo ahora, tras medio años de residir dentro de estos 10 km cuadrados de fango pavimentado y ruinas prehispánicas; este patrimonio concentrado que se llena y vacía cada día con un millón de peregrinos que venden o compran todo tipo de penas y fayuca; conocido también como la Zona Más ______ (contaminada / insegura / caótica / estresante / ruidosa), he adquirido el suficiente zen para reflexionar sobre lo que fue aquella primer semana.
Y algo me queda claro: no tenía suficientes prendas interiores. Se terminaron al quinto día y las lavanderías cercanas no operaban en fast forward. Algún calzón debía de estar escondido entre todas las cajas y maletas, pero encontrarlo suponía resolver operaciones de probabilística para las cuales no tengo ningún don. Decidí, mas bien, utilizar las pocas neuronas que me quedaban para ir a la caza de esa presa tan elusiva.
Salí expuesto a la calle de Ignacio Madero con sus enormes tiendas departamentales, confiado en que éstas, visitadas por tantísima gente al día, proveerían soluciones textiles para la contención de mis miembros más vulnerables.
Me equivoqué. “No es que no los produzcamos” me explicó pacientemente una de las señoritas que me atendió, “pero ésta es una tienda destino, aquí no llegan”. Es decir, que los visitantes que viajan más de una hora en transporte público o los turistas que cruzan mares para pasear por el so nice centro colonial tienen —es de esperarse— el asunto resuelto.
Ellos, tal vez. No me dio tiempo para exponerle a la señorita la encrucijada en la que me encontraba, pues tenía que regresar a la casa a sacar a la perra (a la cual le había dado por aventársele a niños en las calles como si fueran stress balls); abrirles a unos trabajadores para que arreglaran un problema con la puerta y luego, a los técnicos de Telmex, quienes permanecieron atónitos por el reto que suponía instalar el cableado del internet en un edificio con paredes de medio metro de grosor; y prepararme un desayuno que consistió en a) una pizza fría y b) leche.
Ninguna de estas personas se percató de que, con cada movimiento que hacía, mis partes nobles oscilaban como las campanas de la Catedral Metropolitana; pero algo han de haber notado en mi prisa por deshacerme de ellos, pues en cuanto estuve solo salí disparado hacia la Alameda y atravesé la plaza para adentrarme al Sears que queda justo frente a Bellas Artes.
“Ropa de Caballero, cuarto piso”: salí del elevador y me pregunté qué tipo de caballero cabía en este lugar, ¿de Liliput?. Quizás la falta de altura en el histórico edificio se explicaba por algún incremento en la estatura de los mexicanos a lo largo del tiempo, como sucede con la inflación acumulada. El caso es que pocas veces he sido tan consciente de mis dos metros de altura como cuando crucé jorobado por aquellos pasillos para no pegarme —ya no en la cabeza, sino en el cuello— como un zombie apuntando con una mano hacia mi objetivo.
Salí abrazando la bolsa, avergonzado de aquella venganza arquitectónica de Moctezuma hacia mis genes polacos. Y cuando llegué a mi nuevo hogar la humillación se difumino al recordar los muchos pendientes que quedaban por realizar para que el espacio se ganara aquel término. A pesar de la tortícolis, comprobé, extasiado, que la armadura de tela me quedaba a la perfección.
Un logro no menor, considering.
Ahora sí.
Welcome to Tenochtitlán