Autos, joyas, ansiedades, deudas, fondos… Herencias las hay de todo tipo, pero las más valiosas son las invisibles. No sé, por ejemplo, quién instaló el sistema de drenaje, inventó el acero, o construyó las paredes de mi edificio, gracias a las cuales ha sobrevivido, hasta ahora, a los múltiples temblores patrios.
Pensaba sobre esto en la sala de espera de la Comisión Federal de Electricidad, Oficina Centro… en el enmarañado de cables, transmisores, postes, centrales eléctricas y sindicatos que se escondían detrás de aquella fachada soviet style.
Hasta entonces había vivido a la sombra de fantasmas que se aparecían bimestralmente en los recibos de la luz. Inclusive en mi casa de infancia, propiedad de mi familia por más de treinta años, el recibo todavía llega a nombre de alguien más.
Hoy cambiaría aquella maldición de una vez por todas.
Apreté el sobre manila contra mi pecho y suspiré: me tocaba convertirme en aquel nombre que un futuro rentista vería sin saber si seguía vivo o no.
Ya habitábamos el departamento, pero utilizábamos la luz de la construcción, aún seguía en pie. Sin embargo, ante la recurrente materialización de los agentes de La Comisión se volvió indispensable desprenderse de aquella masa anónima que, por medio de todo tipo de artilugios, le chupa la teta eléctrica al estado.
No éramos los únicos hablando de electricidad. Cada semana frente a mi casa se aparecían trabajadores de la extinta” Luz y Fuerza del Centro” manifestándose a favor de la iniciativa del Ciudadano Obrador, mientras los periódicos despotricaban contra la Reforma Eléctrica. Según a quién se le preguntara, la CFE aparecía como un braquiosaurio que excretaba enormes bolas de caca o un Moisés petrolero que guiaba al pueblo a las tierras de la soberanía nacional.
Al atravesar las puertas de esa franquicia sin embargo no me topé con ningún cíclope devorando a mineros, ingenieros, sindicalistas, o ambientalistas, sino a tres burócratas que tecleaban silenciosamente sin siquiera percatarse de mi existencia.
A pesar de ser el único, tuve que esperar a que una se levantara y me hiciera un ademán tras su muralla transparente anti-Covid y otra, de su maquillaje. Tras sentarme me dijo algo, pero no entendí y le pedí que se repitiera; entonces extendió su cuello sobre la pared transparente y se quitó el bozal para pedirme mis papeles.
Para cuando consulté mi reloj había transcurrido media hora y la sala se había atiborrado. A pasar de haber pagado su adeudo en efectivo, un usuario cincuentón sentado en el escritorio de al lado le compartía a la secretaria —a quien le hablaba por su nombre, Lucía— los chismes de su vecindario, frente a la impaciencia de todos los que esperaban.
Me tope con una mirada destellante:
—¿…qué?
La despachadora alzó las cejas:
—¿…Zabludovsky?
Here it comes…le respondí como siempre:
—Fue pariente lejano…apenas lo conocí…
—Ah... El licenciado era tan culto. ¡Yo era secretaria en Televisa y siempre lo veía pasar! ¡Tan guapo! Te pareces a él, ¿sabes? —cubriendo su boca con una mano, susurró— Ése era un gran trabajo, no como aquí. Es un asco… ah, ¡pero… en Televisa!
Al cincuentón lo relevó un indígena que le rogaba a Laura que no le cortara su electricidad: su hija se había accidentado y dependía de unos aparatos eléctricos para sobrevivir; todo su dinero se había ido en los gastos del hospital y por eso no había pagado su adeudo. ¿Cómo le contestó Laura? Qué aquello no estaba dentro de su jurisdicción y que necesitaba llamar a una línea especializada. Mi verduga les apuntó y gesticuló, como conspirando. Le respondí con un gesto de impaciencia. Y ¡bendito sea dios! algo tecleó:
— ¿Tienes microondas, lavaplatos, lavarropa, refrigerador, más de diez focos...?
Contesté que sí.
Chifló:
— Te va a salir bien cara la luz…Pero no te preocupes —guiñó— te voy a poner en una categoría más baja…
—¿…gracias?
Cuando consulté nuevamente el reloj habían transcurrido dos horas y media. En el ínter Laura había despachado al indígena, a un hombre calvo y a un jipi, y yo seguía ahí, en la misma silla, frente a la misma despachadora. Solo que ahora tres burócratas se paraban tras ella y apuntaban su pantalla. Exasperada, una de pelo chino tomó su lugar.
—Señora, se lo ruego ¡llevo ya tres horas aquí! ¿Qué sucede?
Me miró, seria:
—Le pido que no me alce la voz. Yo solo trabajo aquí. Y no tengo la culpa de que no sirva la impresora.
Se paró a checar la enorme máquina tragapapel que se encontraba en un cuarto de atrás. La exsecretaria de Televisa se volvió a sentar frente a mí:
—Es mi jefa, me odia.
Al no recibir respuesta de mi parte, me confesó que aquello no se iba a resolver pronto pero que el contrato, Mr. Zabludovsky, estaba ya activo; debería de recibir mi primer recibo en dos semanas.
Salí. Vampirazo. Confusión. No sabía ni qué día era. Pero me sentí eufórico: había dado un paso monumental.
Pero los de la sefeé no dejaron de joder, argumentando que una cuenta antigua presentaba adeudos. Nos negamos a ser chantajeados, pero nuestro atrincheramiento solo causó que el edificio apareciera como territorio contencioso en su radar.
Hasta que, un día, los focos en mi departamento comenzaron a tintinear y, los de vecinos dejaron de funcionar.
Levantaron varios reportes, pero nadie venía. Y tras una hora de haber realizado el mío dos barrigones se aparecieron en un camión con el logo maldito. Checaron los cables debajo de una tapa en a la banqueta de la esquina.
Alguien al parecer había cortado, literalmente, el suministro.
Lo pegaron… y tan tan.
Regresé a mi muy iluminada casa: ¿quizás la secretaria había puesto al muy guapo señor Zabludovsky bajo una categoría VIP en ese sistema trotskista?
Me metí a mi cama. Y antes de apagar las luces le dediqué una plegaria a esa misteriosa maestra Zen. Desde entonces todo ha funcionado a la perfección. Hasta amigos nos hemos hecho de los dispachadores de Prometeo.
Bureaucracy works in mysterious ways
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¡Soy fan! Un abrazo
Devolución o revolución, insurgencia social. Ya espero al próximo post!!