¿Quién es esa que anda ahí?
A Canetti.
Una serpiente milípeda recorre el Centro. Erosiona la piedra de las avenidas. Se desparrama sobre el Zócalo, convirtiéndose en amoeba.
Desde la víspera de su arribo, los capitalinos consultan obsesívamente los augurios. Conocen las rutas para circundar a la ballena. O se atrincheran en casa y cierran puertas y ventanas para resguardan su individualidad.
Es una fuerza antigua, invocada desde los tiempos del Fuego Nuevo. Las calzadas de Tenochtitlán repletas: frente al Templo Mayor, el público regosijándose ante cabezas y corazones arrancados. Después, en la Alameda, lo hace ante el olor a pollo rostizado emanado por los judaizantes sobre la pila de madera ardiente.
El espectáculo se ha tranformado. La amoeba en el Zócalo ahora canta las canciones de los Fabulosos Cadillacs, Rosalía, Grupo Firme. Tras su dispersión el tlatoani en turno emite un estimado de cabezas, anunciando algún récord nuevo en la asistencia. En la capital de las masas, la masa es el capital.
Masas vacías y repletas; solitarias y acompañadas; individuales y solidarias; iracundas y eufóricas; convocadas e invitadas; masas de ricos y ricas masas; concentradas y dispersadas; estacionales y secuenciales; virtuosas y delirantes; consumistas y comunistas; fanáticas y dogmáticas; lentas y rápidas; líquidas e incendiarias; contenidas y desbordadas; acarreadas y consternadas; masas diminutas y mas-ivas; mesiánicas y apocalípticas; religiosas y ateas; masas pedestres y motorizadas; educadas y adoctrinadas; masas neoliberales y antiliberales; militantes y militares; campesinas y urbanas; nacionalistas y globalistas; apoderadas o desplazadas.
Cada una, hambrienta a más no poder- un cuerpo de mercurio, cegado por su fuerza centrípeda. La masa; conjunto vacío que se llena a sí mismo. Que baila al ritmo de su propio sonidero.
Bajo su influencia, el sentido de las calles cambia. Las apps pierden el sentido del tiempo. Cinco minutos contienen veinte, cincuenta, más. Ningún algoritmo de tráfico puede domar a esta entropìa esquizofrénica. El desbordamiento del orden es su propia inteligencia ancestral.
Dentro del místico atolladero, de nada sirve el despliegue de armamento sónico: la cacofonía vehicular es una ofrenda a esta diosa que se nutre de los minutos muertos. Muy a pesar de sus visitantes motorizados, Tenochtitlán, la ciudad de los sacrificios, se regocija con estos encuentros multitudinarios. Cada fuego dura lo que tiene que durar: consume el entorno según su antojo, alcanza su ápice, y se extingue, dejando atrás una estela de basura.
Entonces salen decenas, cientos, de escobas.
Y el tiempo cósmico vuelve a comenzar.