Contra Crossfit y Bikram
Cuando por fin llegó al restaurante mi jefe ––un señor pelón de casi sesenta años––hizo un sonido gutural, abrió su boca, y, apuntando hacia ella con el dedo índice, me dijo:
“Sorry for the delay. I was at the dentist. Chipped my tooth.”
Eran las nueve de la mañana. Yo llevaba más de una hora esperando. Me había costado despertarme. El metro, llenísimo. El clima, del carajo.
Me lo imaginaba a las seis de la mañana sudando, arrastrándose por un frío suelo de concreto, cargando una enorme llanta neumática sobre sus espalda. El diente — pensé — hace unos días había sido la rodilla… Así es con las personas compulsivas. me daba lástima. Pero, sobre todo, flojera. “This Crossfit thing is going to kill me,” me dijo. “Did you eat anything?”
Según Wikipedia, las endorfinas son “péptidos opioides endógenos”, producidos por la “glándula pituitaria y el hipotálamo” en “vertebrados durante el ejercicio físico”. El nombre viene de la frase griega “que rico se siente eso”, se lo dijo Platón a Sócrates al ver pasar a los atractivos jóvenes helénicos mientras hacían pesas en un gimnasio de Atenas.
Similares a los opiáceos en “su efecto analgésico y de sensación de bienestar” (Wikipedia), las endorfinas son también un valioso recurso natural que se extrae de pozos que yacen por debajo de la superficie subcutánea de la dermis. De hecho, se han encontrado varias reservas de dicho químico en ecosistemas de tipo tropicoidal urbanoide, muchos de los cuales han sido ya explotadas por industrias que trabajan el cuerpo, humano.
Mi jefe era un heredero de esa gran tradición químico-cultural de los griegos: el sudar. A casi todas las personas de sus círculos sociales las había conocido haciendo un tipo de esfuerzo físico: a sus clientes, levantando pesas en un gimnasio en Israel; a su esposa ––la segunda–– en condición de apeste bubónica mientras corría en una caminadora; y, a su socio, aquél gringo que se había pasado un día completo viendo sus pectorales en el espejo y preguntándole a la gente de la oficina si les gustaba su nuevo corte de pelo ––lo había conocido en Crossfit.
“La primera vez acabé vomitando, no me dejaban salir por mi inhalador” me dijo una amiga cuando le pregunté sobre esta curiosa disciplina, sonriendo penosamente (seguramente recordando los sementales ahí presentes). “Creo los entrenadores fueron medio fuertes conmigo” dijo, “seguro hay clases menos rudas” .No las hay. Todo el punto de esta práctica es que existe un “shock” altamente protocolizado para enganchar al futuro practicante e iniciarlo por el divino camino de la contracción muscular.
Crossfit, cuya definición oficial es “the sport of fitness” fue inventado en el 2001 por un tal Greg Glassman como entrenamiento para policías y militares. Después del éxito que obtuvo con las fuerzas armadas, Glassman cambió la estructura de su negocio al de las franquicias. Ahora es un líder carismático que entrena a coaches para que puedan abrir sus gimnasios especializados ––a los que se le llama en la lengua franca “crossfitera” como “the box”. (En Estados Unidos el origen nacionalista-militar de dicha disciplina se puede intuir por el hecho de que siempre hay una bandera gigante de aquel país colgando en algún lugar.)
La práctica consiste en una serie de movimientos kinéticos, aeróbicos y musculares que se combinan según métodos hiper-duper científicos en un ambiente de logia religiosa. Saltar cuerdas, bajar por praderas, brincar muros… todos los días se hace algo nuevo con tal de subir los índices de testosterona en el espacio.
La disciplina ha sido objeto a un sinnúmero de burlas, pero su popularidad sigue creciendo. Actualmente hay boxes alrededor del mundo entero.
Los crossfiteros no están solos. Existe otra disciplina física proveniente del lejano oriente (de Beverly Hills) cuyo fundador, cuenta la leyenda, alcanzó la iluminación sentado en posición de Flor de Loto encima de una mesa de caoba italiana (no la de la sala, sino la del comedor principal).
Este señor Bikram es una figura controversial en Los Ángeles, un millonario excéntrico que pierde la cabeza durante sus entrenamientos y que ha sido acusado varias veces de abuso sexual. Su yoga difiere de todas las demás por el hecho de que, para ser considerada legitima, es necesario pagarle una comisión y permiso para poder utilizar su marca, además de tener que realizarla en condiciones de sauna turco.
Después de ocho años haciendo varias combinaciones de yogas rápidas y lentas, estudiando textos clásicos del budismo y el hinduismo ––incluyendo el texto al que muchos se refieren como La Biblia del Yoga, La Luz Sobre Yoga, de Iyengar–– y practicando semanalmente esta disciplina hasta poder permanecer más de cuatro minutos de cabeza con ojos cerrados, fui por primera vez al centro de Bikram en la zona de Polanco, de la Ciudad de México, para probar.
No se lo recomiendo a nadie. Las posiciones violan la filosofía básica del yoga, incluyendo las estructuras corporales más fundamentales. La “experiencia” está protocolizada según la idea de iniciación parecida a la de Crossfit. Todo está lleno de las instrucciones más detalladas pero sin ningún sustento. Se recomienda ––más bien, se exige–– no salir del sauna antes de acabar la práctica, sobre todo si es la primera vez. ¡Y, no se te ocurra tomar agua entre movimientos! Sólo puedes hacerlo cada 2 series de movimientos, aunque sientas que te vas a desmayar. ¡Aguanta! ¡Jala! ¡Tú puedes! Una vez más.
Y al final: es normal que te sientas mareado,te recomendamos regresar durante toda esta semana. Si te sientes cansado toma agua y date un baño.
Come tomate y aguacate.
Wtf!
Todas las personas a las que considero serios practicantes del yoga me dicen lo mismo: Bikram está mal. Nunca más.
Los crossfiteros y bikramyogueros se relacionan entre ellos como en una subcultura: se pide que se done a la causa, se cuentan historias de superación personal, se invierte en una marca y, sobre todo, se hace “networking” entre aquellos elegidos que pueden pagar los altos costos de la membresía.
Pero estas comunidades son más bien un reflejo de la privatización de una espiritualidad narcisista. Los movimientos que los miembros realizan con su propio cuerpo son propiedad de un carismático líder espiritual/emprendedor que cobra por el derecho a enseñarlos. ¡Imagínese, querido lector, cuánto dinero se habría hecho de la natación si alguien hubiera patentado la patada de crol y los entrenadores tuvieran que pagarle regalías al señor Crol para poderla enseñar!
Acabamos de comer, la junta salió bien. Para cuando salimos del restaurante había llegado a una conclusión: cuando tenga la edad de mi jefe quiero pertenecer a una comunidades con más sustento, tradición y razón de ser que estos nuevos cultos del cuerpo. Pero, sobre todo, quiero pasar las madrugadas haciendo cosas más productivas: como dormir.
¿Hacer Crossfit o Bikram? Yo paso, gracias; prefiero intentar burlar la muerte con mis propios movimientos, aunque no me dejen pectorales. No es un tema espiritual o físico, sino económico: sale cara no sólo la membresía a the box y la subsecuente visita al dentista, sino también la rutina que, sin duda, se quedará conmigo muchos años después de realizar este tipo de disciplinas.
Estoy hablando, por supuesto, de la fisioterapia.
(Publicada originalmente en El Diario Judío)